lunes, 25 de noviembre de 2013

Lo que vio Ferrer

«Vivimos en una plácida isla de ignorancia,
entre las brumas de negros mares de infinito,
y sin embargo no vamos muy lejos»

H. P. Lovecraft


No hay carcoma más corrosiva y obstinada, ninguna que socave el espíritu tanto como la locura; y no hay locura más cruel que aquella que concuerda con la realidad. Confío en que la benevolencia del lector sepa disculpar la audacia de una moraleja que se adelanta al cuento, pero no se me ocurre mejor resumen, ni tampoco mejor advertencia, de lo que a continuación se relata. Mi propósito es ser fiel al menos, por cuanto intuyo que no podré ser cauto.

A pesar de lo que puedan decir de él los que sólo le recordarán por sus cada vez más frecuentes ataques de histeria, hoy ya no me cabe la menor duda, tras haber pasado las últimas semanas poniendo un poco de orden en su deslavazada colección de apuntes, de que algo inefablemente espantoso y antinatural vio Ferrer durante su viaje al reino de los serbios, en 1927; y sé también que ese algo, sea lo que sea y signifique lo que signifique –o acaso por haber comprendido a la postre sus  implicaciones fatales–, ha sido lo que le ha llevado a la tumba.

Solía referirse al descubrimiento a la mínima oportunidad en nuestras primeras conversaciones. Se mostraba impaciente por sacar a relucir unos méritos que, aseguraba, de serles reconocidos por las decadentes autoridades académicas, le depararían la gloria de convertirse en un nuevo Howard Carter –no imaginaba hasta qué punto lo sería. Aseguraba que el suyo era un hallazgo de índole dual, arqueológico desde luego, pero también psicológico; tejía su exposición con hebras dispares, pasando de megalitos antediluvianos a técnicas de hipnosis colectiva como quien pasa del oporto al puro. Sin embargo, siempre que me interesaba por detalles específicos de su hallazgo o le rogaba que profundizase en las vagas descripciones que ofrecía, se tornaba ambiguo y ridículamente jovial, esquivando el asunto con retóricas malabares, adoptando esa pose nada esmerada, mezcla de embarazo y orgullo, con que se habla de un vicio poco corriente. No era difícil pensar que su única intención con aquellas historias incompletas y fantásticas era burlarse de mí, apenas un apocado profesor recién llegado a la facultad de literatura, ansioso por hacerse un nombre y codearse con las más ilustres personalidades de la universidad. Así lo pensaba, compadeciéndome, pero ya no puedo mantener esa opinión. Sólo puedo creer que, de alguna forma, estaba intentado protegerme.

Conocí al profesor Santos Ferrer en un simposio de lírica juglaresca alemana celebrado en Innsbruck, a finales del otoño de 1931. Coincidimos en la conferencia inaugural, una correosa disertación sobre la métrica del Orendel. Cambiamos desoladas impresiones respecto al ponente y esa misma tarde almorzamos juntos en un discreto mesón frente a la Stadtturm. Charlamos durante varias horas: de Dante, de Virgilio, de la posibilidad de los ángeles y del solapado rumor de una nueva sangría en Europa. Debo confesar que me intimidó aquel hombre extraordinario, fuente inagotable de atractivos conocimientos, que sin motivo aparente había decidido fijarse en mí para abrirse la vida en canal. Antes del café supe que había nacido en Carcasona en 1879, y que su padre, un rico industrial catalán llamado Ildefonso Ferrer i Saravia, era el instigador [sic] de sus estudios en filosofía, ya que a juicio de éste una carrera tan inútil no podía por menos que pasar por distinguida. Su francés natal, el alemán y el inglés los había aprendido de su madre, Solange Chavanel, una juncosa dama de Lille al que un deplorable azar, según el despecho de sus antiguos pretendientes, había arrojado a los brazos de un bruto extranjero. Desde la abdicación del káiser había ocupado una cátedra de teología en la Universidad de Lyon, pero su precaria salud, agravada por una inexplicable y persistente neumonía, le había obligado a abandonar las aulas tres años atrás, poco después del viaje que lo cambiaría todo. Por aquel entonces, jubilado inquieto, su desbordante actividad involucraba casi en exclusiva el funcionamiento y la promoción del pintoresco Círculo de Cangjie, del que era miembro fundador y más entusiasta.

Permítaseme aquí una fugaz digresión, ya que para entender la relevancia del Círculo en esta historia, y antes de contar nada acerca de sus normas extravagantes, es necesario prestar atención a la peculiaridad más eminente del genio que fue Santos Ferrer. Es improbable –y no es sino mi impenitente escepticismo lo que me impide escribir imposible– que haya existido sobre la faz de la tierra un enemigo más acérrimo y porfiado de Gutenberg que el profesor. Su inquina vesánica por la tipografía y los incunables alcanzaba proporciones que no pocas veces me hicieron temer por su integridad. Imputaba a la imprenta, y por extensión a la literatura que gracias a ella había florecido, prácticamente todas las catástrofes que habían azotado a la humanidad desde mediados del siglo XV, y con especial énfasis las masacres perpetradas por las Guerras de Religión en su país natal. Las discusiones que sostenía con sus conocidos escritores y filólogos, quienes toleraban sus dicterios por consideración a su privilegiada inteligencia, acababan sin dificultad en graves amenazas, e incluso me habló de una trifulca que por poco no llegó a las pistolas; aunque el blanco favorito de sus diatribas era siempre el provecto decano de la facultad de ingeniería, un anciano corvo y medio ciego a quien gustaba de llamar hierofante y asesino. Su desprecio por esta disciplina me llevó a pensar que las razones de sus belicosas posturas en materia literaria eran de una naturaleza mecánica, más que fruto de una irreconciliable discrepancia teórica. Desde luego, no se trataba de una burda fobia reaccionaria a la tecnología –Ferrer, ni en público ni en privado, se abstuvo nunca de criticar a los conservadores–, pero no podía imaginar qué provocaba tales accesos de amarga cólera.

Aclarado este extremo, vale decir que el Círculo de Cangjie, instituido en 1928, no era sino la consecuencia inevitable de estas creencias, expresadas en un curioso, y hasta cierto punto, romántico principio: la rotunda negativa a publicar nada salido de una prensa. Estaba proscrito además, según los estatutos, llevar reloj, lucir anillo, alfileres o gemelos, el agua de colonia embotellada en cristal, la carencia de cicatrices y comer judías. Conformaban este club una mezcla de bohemios resentidos y nostálgicos del scriptorium que veneraban el oficio de amanuense con auténtica latría, reverenciaban la péndola y la navaja, se extasiaban ante el pergamino viejo, borrachos de latín, y se descubrían con solemnidad ante la doble mirada del santo chino que les daba nombre. Se reunían cada año para renovar sus votos e intercambiar confidencias en el almacén de un edificio excéntrico de Maguncia, lo que no dejaba de ser al mismo tiempo una ironía y una pequeña venganza. Ferrer fungía de maestro de ceremonias en aquellos congresos íntimos, animando con la tenacidad de su espíritu inquebrantable a sus correligionarios, cuyo número disminuía de sesión en sesión; para nuestro encuentro en la capital tirolesa, las últimas actas del Círculo sólo consignaban la asistencia de tres socios. Tras la muerte de Ferrer, y a pesar de mi insistencia, no he logrado dar con ninguno de ellos, lo que me hace sospechar que se trataba de otra broma piadosa; una destinada a atenuar la incómoda impresión que podía provocar, y a menudo provocaba, su irreverente doctrina.

La obra de Santos Ferrer –cuya breve reseña tampoco resultará impertinente y acaso redundará en la mejor interpretación de estas notas–, debido a su exótica idiosincrasia y a su escasez, había alcanzado en muy poco tiempo un éxito relativo. Sus libros eran demandados por prestigiosos intelectuales y por afamados bibliófilos, que perseguían su nombre en los anaqueles no tanto por interés en sus tesis controvertidas como por el deseo de hacerse con una rareza contemporánea. Cualquiera de sus ejemplares era, literalmente, único e irreproducible: densas monografías e inspirados estudios que redactaba con una caligrafía soberbia, de trazo renacentista y pulso inflexible, aun en los volúmenes que excedían con largueza las mil páginas. Si bien había difundido en una revista lionesa un par de trabajos menores antes de la iniciática y secreta expedición a los Balcanes, el grueso de su producción había sido manuscrito en los últimos tres años; el resto precedente estaba ya fuera de circulación. Ni siquiera quiso adecuar esos artículos prematuros a su nuevo estilo. Era como si temiese que fijar la vista en aquellas líneas rectas, sin vida, pudiera contaminarle de algún modo. Esta letra constriñe la razón, asfixia el pensamiento, me dijo una vez, reprochándome que ojeara un diario en su presencia; esta letra, este insufrible ejército de hormigas criminales acabará con todo, y cuando nada les quede irán a lo más profundo, hasta su prístina meta, pero no la destruirán porque sólo les place la mutilación, la agonía imperfecta e insatisfecha; nos dejarán así, con la voluntad ilesa y el alma lisiada, puros espantapájaros. Recuerdo ahora estas palabras, más de una década después, y todavía consigue estremecerme el acento de melancólica indiferencia con que las pronunciaba, como si leyese la esquela de un desconocido.

Numerosas y más logradas muestras de este ingenio tan punzante e indolente pueden hallarse en los títulos más celebrados de Ferrer. Conviene destacar, por supuesto, Los doce Iscariotes, fábula compleja en la que se aborda el papel de la contrición como piedra angular de la fe católica, razonándose con exquisita lucidez la figura del martirio como el inapelable devengo de la gracia. El silencio instrumental, en cambio, revisa a la luz de una inédita perspectiva económica los argumentos menos hollados por el agnosticismo, y concluye que el creciente superávit de certezas que obtendrá el hombre en el futuro –entre otras, la certeza de la felicidad– delatará la trama de la Providencia y precipitará el colapso de la creación; es, con mucho, su libro más polémico y el que mayor precio ha alcanzado en subasta. Previamente había escrito Malas hiedras y Epílogo de un inmortal, dos selecciones de ficción fantástica, muy en la línea de Leopoldo Lugones, en las que demuestra más erudición que talento. Completa la trilogía Osos que piensan en el mar, siete inconcebibles narraciones infantiles en lengua castellana que, por encima del resto de sus obras, seguirá alimentando la leyenda de Santos Ferrer mientras dure la tinta que la sostiene; así funciona el misterio. Mención aparte merece Anatomía de Ariadna, un dilatado ensayo sobre la influencia de los mitos griegos en la consolidación de liturgia cristiana, que gracias a sus excesos barrocos ha pasado a la historia como un tratado general sobre el concepto de laberinto en la literatura mística. Quedan fuera de este florilegio algunas piezas de las que el propio Ferrer acabó por renegar, y a las que nunca he podido acceder. La lectura de estos frágiles legajos me ha costado varios años de telegramas y penosos desplazamientos entre dos continentes, toda vez que se hallaban –y aún se conservan– en herméticas bibliotecas privadas, suspicaces ante el ojo y los dedos extraños. Me consuela saber que sus dueños, honrando la memoria de Ferrer, aunque movidos por razones menos compasivas, han jurado no vender jamás sus tesoros a las grandes compañías editoriales. Empero, el valor creciente al que cotiza el nombre de su autor en el mercado internacional franqueará las puertas de esos templos pretendidos más temprano que tarde.

Concluso el seminario en Austria, tras días inolvidables de metafísica y recios licores, nos despedimos con la sugerencia de volver a vernos tan pronto como nos fuese posible. A ambos nos separaban nuestros trabajos, nuestras casas y el mar, pero mantuvimos el contacto como no había hecho falta prometernos. Durante los años siguientes nuestra amistad progresó al ritmo que permitía el servicio postal británico, y para junio de 1933, fecha en que nos encontramos de nuevo en París con ocasión de un esperado concierto, prescindimos de las leves cortesías y nos fundimos en un caluroso abrazo. Departimos, era obligado, de cosas nimias, y yo pude notar, luego de unas horas, que el paso del tiempo se había empleado contra él con feroz saña. No me he referido aún a su aspecto ni a su ánimo, y la omisión no es casual; tenía que componer primero el rompecabezas de sus obras para que el espejo resultante pudiera reflejarlo con justicia y coherencia. A un año de fatigar los once lustros, Ferrer llevaba los ojos azules de cualquiera bien remachados en una expresión de soledad con denominación de origen, pero pasada de moda. Sabía mirar y sonreír, pero si tenía que escoger le costaba horrores decidirse. Lo que sí tuvo claro desde el principio es que prefería las esdrújulas a los besos –son los puzles de saliva que menos me cuesta resolver, confesaba–, razón por la que seguía soltero y sin perspectivas en un siglo que ya no era el suyo. Vestía como si se empeñara en atravesarlo a contracorriente, con la levita fósil sorbiéndole el color de la melena y un bastón de médula oxidada en ristre, zapatos reventados, unos quevedos sin brillo ni cordón y una chalina de las muchas que había heredado de su abuelo francés: la que mejor le caía y la que menos le gustaba. Caminaba por la calle buscando una oportunidad para arrepentirse, como si a cada momento le tirase la sisa de la mala conciencia; sus modales, excepto cuando mediaban facsímiles o los molinos de Alonso Quijano, eran todo lo correctos que cabría esperar en un hombre de temperamento, por lo demás, inclinado a la compañía de los fantasmas. Era maravilloso verlo sostener la estilográfica con la ansiedad de un cigarrillo, y ese fumar meditado, compositor, que nos hacía quedar a los demás como imbéciles babeando humo. Su cercanía no siempre fue fácil, he de admitirlo, pero su vacío ha trastocado demasiadas cosas. Honestamente creo que aún no se han manifestado todas las secuelas de su brutal pérdida.

A la cita en París siguieron otras que se sucedían con irregular frecuencia, pero aun así procurábamos vernos al menos una vez al año. En mayo de 1940, casi como un favor personal en el último momento, Santos Ferrer huyó de Francia ante la invasión nazi y se instaló en una casita de Knutton, cerca de Newcastle-under-Lyme, en Staffordshire. Apenas tuvo noticia de su desembarco, el rector de la Universidad de Exeter le ofreció un puesto en el departamento de filosofía que rechazó con desaire, aduciendo que estaba muy viejo para andarse con semejantes zarandajas [sic]. Me alegré no obstante, ya que el tiempo libre de que dispondría a partir de ahora me iba a permitir visitarle todos los meses. Supo arreglárselas bien durante lo peor de la guerra: la venta de libros –en especial un análisis hermenéutico sobre el ascenso de Hitler que tituló El serafín en el acantilado– le reportó más que suficiente para vivir con desahogo; incluso por los panfletos más exiguos llegaron a pagarle una fortuna. Juntos, en las tardes de exilio sin té, comentábamos a Petrarca, a Berceo, a Troyes; repasábamos –o reescribíamos– el Medievo y, en ocasiones, incursionábamos con brío en la Antigüedad Clásica –Ferrer se negaba a despegar los labios para referirse a un autor que fuese coetáneo o heredero de Erasmo de Rotterdam, a quien toleraba a duras penas. Parecía que su vigor se iba reponiendo a medida que la cocina local se hacía más digerible y los rosales, que le sustraían la mitad de la jornada, crecían en el jardín; vislumbraba la tranquilidad como vislumbran el sol los ingleses. En la primavera exaltada de 1942 empezaron las pesadillas.

Al principio no fueron más que sobresaltos ocasionales que tanto él como yo achacábamos a la fuerte medicación para la neumonía, pero después de varias semanas estaba persuadido de que veía cosas –la indefinición de la palabra en un hombre que, sin arrugarse, optaba por letífico antes que por alegre, me alarmó más que el objeto al que no se atrevía a nombrar. Desgreñado y cóncavo, pegado a los huesos, casi metido en la chimenea, me expuso sueños horribles; sueños que, de alguna forma, conectaban con ese viaje al este del que ahora fingía no acordarse. En uno de ellos, el más recurrente, se sumía, enrollado en una pesada cadena, en un océano abisal y caliginoso, transido de vértigo, cayendo sin alcanzar nunca un fondo en el que se insinuaban atroces mandíbulas; al despertar, sentía las manos húmedas y malolientes, y juraba que una vez se había limpiado de las palmas un fluido que era como sangre recién sacada del hígado. Cuando le pedí ver el pañuelo manchado se ofendió y estuvo a punto de echarme a empellones. En otro terror se veía a sí mismo manejando una herrumbrosa máquina del tamaño de una ciudad, una caótica profusión de engranajes, cintas y poleas cuyo efecto final, que se producía fuera del horizonte, no osaba suponer. El fragor de las piezas en movimiento, en cambio, lo percibía tan nítido como su propia voz, y el eco del desaforado mecanismo le seguía más allá del sueño. Cuando intentó imitar el ruido para mí, golpeando la mesa frenéticamente con un par de cucharas, supe que no tenía ni un segundo que perder. Conseguí, tras infinitas súplicas, arrastrarlo al North Staffordshire de Stoke-on-Trent para un reconocimiento médico, pero no le hallaron mal alguno fuera de la neumonía y una leve anemia. Antes de salir del hospital, Ferrer despedazó furioso la baraja de prescripciones a las que un imberbe facultativo había confiado su suerte. Cayó una noche amarilla y apaisada sobre nosotros, y ambos fuimos tenues luciérnagas. Le hablé de la posibilidad de contratar a alguien para que cuidara de él mientras yo permanecía en Londres, pero se cerró en banda ante la idea de dejar entrar a un desconocido en su casa. Se volvió huraño y resentido, lo que contribuyó a extender su fama entre los cenáculos más pretenciosos de la ciudad y del país, en cuyas borrosas tertulias brindaba a la concurrencia agitados recitales de insultos. Desesperado, quise pensar que la vejez, que siempre se había adelantado a la edad su cuerpo, al fin tomaba posesión de su mente e iniciaba una cacería contra su cordura. Ojalá hubiera gozado de esa misericordia.

La carta llegó con matasellos de Bogotá el 16 de octubre de 1945. Hacía dos años que la esperaba, pero la noticia me sacudió con más violencia que la capitulación del Reich, apenas cinco meses antes. En el prolijo garabato policial, firmado por un tal inspector Bueno, entre laboriosas escusas por el retraso en la recuperación del cadáver y un párrafo de torpes condolencias, no se descartaba la hipótesis del suicidio. Que una persona como Santos Ferrer se hubiese decantado, para enmarcar su muerte, por una latitud tan próxima al ecuador, desde luego no casaba en absoluto con su flema boreal ni con su aversión a los mosquitos; aún así, no me hubiera sorprendido más de haber recibido la misma comunicación desde el Congo o Nueva Guinea. Semanas antes de desaparecer sin dejar rastro, mi pobre amigo había hecho pie definitivamente en aquel fangoso lecho infernal que creía insondable; todo su mundo se disolvía en un ácido invisible y minucioso.

Rugió el teléfono la mañana de un viernes, mientras corregía las galeradas de mi primer poemario –Archipiélagos de cera, prologado por mi tío y antiguo profesor de Oxford, Sebastian Palmer. Era Ferrer, o al menos la voz de Ferrer, retándome entre carcajadas a que fuese a verle de inmediato, que ahora tenía las pruebas que tanto quería yo ver [sic]. Aún con la pluma entre los dedos, me sentí un traidor. Tomé el primer tren que salía para Stoke-on-Trent y en cuatro horas estaba golpeando su aldabón con cabeza de ganso. Me recibió en batín, con una tos de tambor destemplado, empuñando una copa vacía de coñac; antes de que hubiese podido decir nada, me agarró la muñeca con una energía nerviosa y me condujo al sótano. Leí en sus ojeras un insomnio de días, pero no dije nada. Sacó dos taburetes, se sentó en uno y me ofreció el otro como si fuese un revólver. En el silencio más impecable y absurdo del que tengo memoria contemplamos durante veinte minutos la sucia esquina de aquel subterráneo. Lo que me contó a continuación me puso al borde de las lágrimas. Una silueta sombría, que delineó con su prosa más técnica, se concretaba a esa hora de la tarde sobre la grumosa pared, proyectada por una ominosa criatura de aspecto nauseabundo, que parecía operar con un lóbrego simulacro de máquina de escribir [sic]. Estrelló la copa contra la desconchada capa de cal cuando me negué a compartir su paranoia, y rechinando los dientes me rogó que le dejara solo. Fue la última vez que le vi. Regresé a la casa al día siguiente y al que le siguió, sólo para comprobar que se había marchado. La puerta permaneció cerrada hasta después de la lectura del testamento. Un abogado de pomposo apellido me asaltó un lunes en el despacho de la facultad, peroró lo que debía y más aún, se rizó el bigote satisfecho y puso sobre mi bufete las escrituras y la llave. Aquello tampoco era ninguna sorpresa: tras la muerte de su ahijado Francisco en Annual, en 1921, yo era lo más parecido a un pariente de que podía disponer. En la Navidad de la victoria, aprovechando las vacaciones, volví a Knutton y me quedé allí hasta principios de enero. El sitio era la fotografía exacta, casi sin polvo, del refugio para desertores del idioma que tan bien conocía; rememoré frases deliciosas, sabrosos debates; busqué mi rastro habitación por habitación. Lo descubrí al poco tiempo.

Fue, claro está, un accidente. Supongo que lo último que hubiese querido Ferrer, que tanto se preocupó en otra época por mantenerme al margen de ciertos capítulos de su pasado, era que encontrase, escondido en el falso fondo de una gaveta, el arcón de sus secretos; pero, como ocurre y ocurrirá en estos casos, quizá motivado sólo por el afán de revivirlo, no me pude resistir al impulso de inmiscuirme en la inútil y desahuciada intimidad del ausente. Era un atado de cuartillas de papel salmón, unas cien hojas en total, timbradas con el insulso emblema del Círculo de Cangjie: cuatro ojos rasgados dentro de un óvalo. El contraste entre la anarquía del texto y la segura firmeza del dibujo a mano alzada, confería a éste un aire de talismán. Desplegué sobre la alfombra, frente a la precaria lumbre, el enmarañado documento y comencé a leer como quien descifra un jeroglífico. Un buen número de páginas aludían con terquedad una primitiva y perversa conspiración cuyos tentáculos culebreaban por todo el planeta, ignorados y eficaces; nada hallé, sin embargo, acerca de sus fines o sus procedimientos. Otras páginas, la mayor parte, eran meros borradores en los que Ferrer repetía, obsesivo, una determinada combinación de letras hasta volverlas irreconocibles. Una de esas series consiguió asustarme, por cuanto advertí en su metódica ejecución una oscura y perturbada lógica. La encabezaba una línea inaudita, mecanografiada –con probabilidad, escrita por un funcionario de correos a pedido suyo–, de doce erres mayúsculas y minúsculas [RRRRrrrrRRRR], que progresivamente degeneraban en símbolos  más y más amorfos a lo largo de seiscientos demenciales renglones, al cabo de los cuales en la caligrafía ya se había disipado todo atisbo de humanidad. Una escalofriante nota al pie culminaba el delirio indicando una sugerencia de su pronunciación.

El montón de carillas restantes es la causa de este relato y de la píldora que hay junto al tintero. Tuve que leerlas varias veces hasta acertar con el orden, dado que no estaban numeradas y se habían entremezclado. Las copio ahora, sin alteraciones, y pido de nuevo perdón.

*   *   *

CRÓNICA DEL PROFESOR SANTOS FERRER

Knutton, 5 de septiembre de 1943

Voy a hablar del Bloque por última vez, antes de que un anónimo samaritano me lo saque de la memoria con una bala definitiva cuya detonación no oirá nadie. Me he encargado bien de ello. Sé que es lo que tengo que hacer, lo único que me queda por hacer; otros lo hicieron antes que yo, y muchos, de haber podido, lo habrían hecho también sin vacilar un instante. Los armazones de esta vida, incluso aquellos que jamás habrían de ser puestos a prueba, no fueron creados para soportar el peso con el que cargo desde hace ya dieciséis largos años; y antes de que las vigas cedan y los escombros aplasten a quienes, a pesar de todo, han querido permanecer a mi lado, es mi deber demolerlos mientras aún conservo el control. Acaso la muerte no supondrá la paz que busco, pero será alivio suficiente. Así lo espero. Me dispongo, por tanto, a olvidar parte a parte aquello que vi en una incierta ciudad situada en algún punto entre la frontera de Serbia y Rumanía, en el verano de 1927.

El 20 de julio, tras haber pasado la semana en la casa de campo de mi antiguo compañero de universidad, el profesor Zlatan Ivelic, abandoné Belgrado en un ruinoso tren con destino a Craiova, donde planeaba demorarme unos días antes de alcanzar Bucarest. En el trayecto conocí a un amable anciano, pastor montenegrino, que se defendía en un alemán infame. Trabamos amistad con la rapidez que impone la circunstancia de un viaje no demasiado largo y charlamos hasta bien entrada la noche. Gracias a él, supe que la gobernanta de mi pensión me había estafado con el precio del desayuno, dado que en ningún rincón del reino una hogaza de pan sobrepasaba los cinco dinares. Hizo algún comentario descarado sobre mi atuendo y me enseñó una cicatriz que le partía el codo en dos mitades de piel negruzca; más tarde mencionó la ciudad. Me contó que la había encontrado por casualidad el año pasado, al desviarse de una cañada para recuperar una oveja perdida. Sus señas fueron tan parcas y su actitud tan circunspecta que estimularon mi curiosidad y acabé por apearme en la estación que me indicó casi a regañadientes, dispuesto a buscarla y, con seguridad, a decepcionarme. El brillo en su mirada al despedirnos, que entonces tuve por inocua malicia, ahora sé que no era más que puro remordimiento.

Un grupo de estudiantes eslovacos se ofreció a llevarme en coche por la única carretera –y la denominación sólo podía entenderse como un compasivo favor del pueblo– que pasaba cerca de la ciudad. El viejo me había dicho cómo se llamaba, una palabra de cuatro sílabas, pero era incapaz de pronunciarla correctamente; poseía la sonoridad decorosa del griego, aunque la raíz era, sin duda alguna, otomana. Sólo los mapas baratos recogían su situación, marcándola con una manchita muda e irregular que cualquiera habría tomado por un fallo de imprenta, cosa que agradezco y rezo para que nunca se subsane. En el límite de una sierra exigua, el camino se desviaba hacia el norte describiendo una amplia curva; en ese punto bajé del automóvil, cogí la maleta, le atravesé el bastón y anduve no menos de una hora hasta bordear por completo la montaña tras la que se abría un valle inmenso y deprimido, cercado por una segunda cordillera y lo que, desde mi posición, parecía un injustificable desierto. Allí estaba la ciudad. Y clavado en el corazón de la ciudad, como la espiga de un reloj de sol, estaba el Bloque.

Pensé, como debieron de pensar cuantos antes que yo lo contemplaron desde el umbral de la ancha cuenca, que presenciaba un excepcional espejismo. Aquella mole oscura de colosales dimensiones no podía ser real, no era posible que ocupara una porción del espacio físico sin que ello constituyera una grave violación de alguna ley natural. Era, sencillamente, un error del paisaje. Salvé el considerable desnivel tropezando a cada paso –en una caída perdí mis lentes de lectura–, hipnotizado por el Bloque, hasta que di con un sendero que me condujo en línea recta al extremo sur de la ciudad. También ésta era mucho mayor de lo que había imaginado: no menos de cincuenta mil habitantes, según estimé en el tiempo que permanecí en ella, se apiñaban en sus angostas y ensortijadas calles, dedicados con resignación a la agricultura y la artesanía. No faltaban colmados, tabernas, dispensarios e incluso un burdel, si bien eran, por lo general, gentes hostiles al comercio. Que la cartografía eslava hubiese pasado por alto una urbe como aquella no me sorprendió. Tras la campaña de Von Mackensen, en el quince, fueron incontables los refugiados que se establecieron y prosperaron en asentamientos que más tarde asimilarían poblaciones de mayor tamaño, pero todavía quedaban, diseminados por todo el territorio, campamentos independientes –aunque ninguno tan grande ni tan arraigado. Lo asumí como la explicación más plausible: esa ciudad inadvertida era el plural coágulo de una herida de guerra.

Me alojé en una fonda con buenas vistas al Bloque, si bien hubiera dado lo mismo hacerlo en cualquier otro lugar, ya que no había un ángulo libre de su sombra. Constaté, y esto sí me chocó, que muchos edificios eran indudablemente anteriores a la fecha que le supuse a la fundación de la ciudad. Construcciones recientes, de apenas unas décadas, se alternaban con otras mucho más antiguas, casi con seguridad del período bizantino, integradas a la perfección en el insólito conjunto. La ciudad se ordenaba sobre un terreno cóncavo cuya pendiente se hacía más pronunciada al aproximarse a su centro. Me vino a la cabeza la imagen de un enorme cráter, uno provocado por el mismo Bloque, como si hubiera caído del cielo cual meteorito y la tolvanera levantada por la onda expansiva se hubiese condensado en una anómala arquitectura –esta idea aún me provoca espasmos de pavor. Consumí los primeros días en recabar información de los achaparrados vecinos acerca del monumento, pero lo que descubrí fue tan fabuloso como desconcertante: hasta el último de ellos, todos y cada uno sin excepción, no sólo eludían referirse al Bloque, sino que regateaban, contumaces, su misma existencia; apuntaba por encima de sus sombreros, en dirección a la monstruosa vertical, y sólo conseguía que me enseñaran a decir en su lengua la palabra nube. Lo ignoraban, no obstante, con ese rubor con que se ignora al mendigo en el umbral de la iglesia, como si la premeditada negativa bastase para invalidarlo. La razón de esta conducta, en cuya adopción he perseverado y fracasado, se me antojó un caprichoso defecto genético derivado de la forzosa endogamia. No lo era en absoluto, pero hacían lo que podían para obliterar de su panorama aquel siniestro fenómeno.

Sus supersticiones eran dignas de un estudio antropológico serio: cuellos disecados de cisnes –cuando ninguno vi en la ciudad ni en sus alrededores– colgaban de las puertas a modo de aldabas, y los dinteles, acaso como una ocurrente parodia del Éxodo, se decoraban con toscos brochazos de tinta; la primera hilera de tejas, que se amontonaban en un parque donde jugaban los niños, la sustituían viejos periódicos húngaros; no se daban la mano ni se saludaban, pero al cruzarse en la calle realizaban un curioso baile de dos pasos, que aprendí y ejecuté en innumerables ocasiones. Todo valía con tal de pensar en otra cosa, incluso los crímenes más nefandos. Una vez apareció la pierna de una mujer joven tirada en un zaguán, unida por un alambre al torso cercenado de un Cristo de madera en el que habían grabado a cuchillo, y de nuevo tiemblo al recordarlo, una fanfarrona erre mayúscula. No me sentí en peligro sin embargo, ya que mi único interés se centraba en el Bloque y mis energías estaban puestas en desentrañar cuanto antes su misterio. Apoyado en la ventana de mi habitación traté de esbozarlo mil veces, pero aun cuando sus hechuras eran simples y nunca se me dio mal el dibujo, no conseguí que del carboncillo surgiera nada que guardase la más leve relación de semejanza con lo que tan insolentemente se cernía sobre mis sueños. En mi archivo escondía hasta hace poco dos o tres de esos bocetos, pero he obrado con prudencia y los he quemado.

El 27 de julio perdí la paciencia y resolví que debía atravesar el laberinto de barrios confusos para observar su prodigioso centro desde una vista más privilegiada. Empleé en ello casi tres horas; los transeúntes, que ya me conocían, sospechando mi intención, procuraron retrasarme cuanto pudieron con peticiones disparatadas, pero fue en vano. Llegué al pie del imponente monolito, incrustado en la loma de una parcela abandonada, salpicada aquí y allá de astillas de huesos y tocones carbonizados, y examiné de cerca su singular morfología. Su planta era un rectángulo perfecto, de aristas afiladas que no eran –que no podían ser– producto de la erosión natural; sus medidas, calculadas con una aproximación que no distarían mucho de las reales, eran las siguientes: una base de sesenta por veintiséis metros, con cuatrocientos ochenta de altura, lo que lo convertía, hasta el presente, en la estructura más elevada del planeta. Comprendí al instante que nadie hubiese reportado la noticia: las montañas circundantes ocultaban al Bloque de inusuales miradas forasteras; sólo las más perspicaces podrían haberlo entrevisto, asomando tras las cumbres bajas. El color variaba según la incidencia solar: por la mañana era de un ocre apagado, siena en la tarde, pero a la noche presentaba una tonalidad verdosa, submarina, que se tragaba la luna. El material era y seguirá siendo un enigma: tenía el tacto suave y frío del ébano, pero su consistencia sólo podía ser metálica o mineral; presumo que no era macizo –no podía serlo. Sobre la superficie pulida, desprovista de puertas o ventanas, se enredaban venas de un pútrido icor azabache que emitía insanos reflejos, aunque no hubiese sabido decir si resbalaba desde la cumbre o afluía hacia ella; alrededor del zócalo se formaba un charco profundo –mi bastón no tocó el fondo– del que brotaban unos repulsivos líquenes azules que apestaban a vinagre. Nada elucubré respecto a su antigüedad.

Hasta seis veces regresé al Bloque con la esperanza de que sus paredes oleosas declarasen una verdad que, aunque terrible, le diese algún sentido; pero no hubo revelación y comencé a emborronar mi cuaderno de notas con insensatas teorías. Observé, por ejemplo, que las esquinas se alineaban con los puntos cardinales –de lo que inferí una utilidad astronómica, y que el viento, cuando soplaba del sur, gemía en una nota increíblemente aguda al cortarse con el vértice –ante lo que aventuré una endeble hipótesis de uso ritual. Durante esos días de llanto incisivo la ciudad parecía muerta, con las fallebas echadas y los postigos cerrados, como si una bestia fugitiva rondase las calles; yo me sentaba en un banco, de espaldas a los leones, y ensayaba postales de humo. A pesar del tiempo que había invertido en escudriñar la formidable atalaya, mientras me envanecía como hasta hace poco; que Dios me perdone en la figuración de ceremonias, premios y discursos, reparé de pronto en que nada había visto ni sabía aún de la remota cima que la coronaba, y para la que no existía en apariencia vía alguna de acceso. El 8 de julio, tras remover cielo y tierra, encontré al hombre que iba a darme la solución. Se llamaba Senén Estrada, argentino de nacimiento criado en Boston, condición que en aquel escondrijo recóndito del oriente europeo nos convertía a la fuerza en paisanos. Un corte en el pulgar con un vaso roto, y los muchos vasos que lo suplieron, probaron que no había perdido el español, aunque conmigo hablaba sólo en inglés. Regía un inusitado negocio sentenciado a la quiebra: vuelos en globo alrededor del valle para turistas, o para el primer desgraciado que se topara en su camino admitió al cabo de la noche que yo era su segundo cliente; el primero fue un niño que sólo quería orinar sobre los tejados. Nada dijo de lo que no se decía, pretendiéndose tan ciego como los demás. Convinimos un precio razonable y lo preparamos todo para salir temprano a la mañana siguiente.

Que lo venenoso y lo prohibido se deje fuera del alcance de los pequeños tiene una finalidad tan evidente y juiciosa que no tiene caso cuestionar; la altura del Bloque, su formato inabordable, operaban con idéntico propósito, pero no lo supe hasta que el daño fue irreparable. A las siete en punto Estrada ya había acabado de desplegar la tela del globo sobre la hierba y comprobaba el gas de los quemadores; a las nueve menos cuarto, tras el retraso provocado por una liebre que se escurrió dentro y no quería salir, estábamos listos para iniciar el ascenso. Nos acompañó durante la subida un severo manto de niebla que repelía a los pájaros. En ella se hilvané miríadas de ingenuos anhelos y especulaciones que se evaporaron –o hirvieron– cuando una racha de aire descorrió el telón que encubría la esencia de la maldad. Si Estrada no me hubiese ofrecido el catalejo y yo no hubiese mirado a través de él, puede que aún quedase una luz para mí entre las tinieblas; pero enfoqué y vi. Desde entonces no veo más que aquello. El globo sobrevoló una abrupta plataforma de márgenes biselados sobre la que resaltaba el grotesco contorno de una letra: la insidiosa erre mayúscula que rajaba el pecho del Cristo desmembrado, aunque no la misma; ésta era una abominable antepasada de nuestro decimonoveno signo, de asta sinuosa y cola trunca, superviviente del impío alfabeto que remedaron los demonios en las ruinas de Babel. Debía medir cincuenta metros de punta a punta, por otros veinte de ancho y al menos diez de alto, pero no confío en estos números como tampoco confiaba en mis sentidos. Vi también oquedades, sentinas donde se acumulaban siglos de escoria, inmundos pólipos burbujeantes de espuma, graderíos legamosos que trepaban al mellado relieve. Y allí, restregándose y babeando sobre el vil carácter en un frenesí blasfemo, vi a una legión de minúsculas criaturas, parásitos acéfalos de carne gris y flácida, que lo untaban con un tósigo que chorreaba por las cornisas, bruñéndolo con sus vientres y ultimándolo para la impresión... [el párrafo que sigue ha sido aniquilado a tachones furiosos que casi rasgan el papel, pero todavía se distingue la frase final: Y no quedará nada incorrupto] 

Dejé caer el catalejo y grité a Estrada que descendiera de inmediato; casi provoqué un incendio al jalar, sin poder dominarme, la cadena de uno de los quemadores. Vomité apenas hube salido de la cesta, desnortado y sin aliento. Volví a la ciudad y liquidé mi cuenta en la fonda, agarré el equipaje y huí tan rápido como me dieron las piernas. A la noche, medio muerto, sin saber cuántos kilómetros había recorrido, me recogió un transporte de aves que se dirigía a Budapest.

Las bondades que nunca se le reconocerán al mercado negro me han permitido obtener un pasaje en el Margot, de bandera canadiense, que zarpa desde Bournemouth con destino a Colombia dentro de una semana. Allí me juzgará Dios, según mis designios. Allí despertaré. He considerado dar al fuego este testimonio, pero una fuerza interior que debo obedecer quiere que permanezca en Inglaterra, cuna de incrédulos, como precaución o como indicio. Así sea. Lo he contado todo, excepto por qué he tardado tanto en decidirme. No lo revelaré aquí ni jugaré a las adivinanzas, pero sabed no se ha debido sólo al cansancio. Ruego a los santos arcángeles que os bendigan y velen por vosotros, que nunca os retiren su mano y tengan siempre presta la espada.


S. F.

*   *   *

Así concluye la crónica del profesor Santos Ferrer. Había otra página con un plano rudimentario y las coordenadas de la ciudad, pero preferí romperla; la narración es más que suficiente –o tendrá que serlo– para cumplir con la póstuma tarea que mi amigo se encomendó. Agrupé de nuevo las cuartillas y elegí un mejor sitio donde esconderlas; después, utilizando la puerta de su despacho, salí al jardín y respiré. El aire ya sabía distinto.

Correspondía entonces hacerse molestas preguntas. ¿Por qué esa insistencia en llamar Bloque a algo que era infinitamente más execrable y turbio? ¿Era aquella la única o habría otras letras diabólicas ocultas en selvas vírgenes y enterradas bajo desiertos inexplorados? ¿Qué eran en realidad aquellos seres mórbidos y cómo alcanzaron la inalcanzable cumbre? ¿Había un riesgo en posar los ojos sobre la letra impresa que tanto aborrecía el Círculo de Cangjie? ¿Fue la impostura de esa sociedad fetichista un grito desesperado de socorro? Y más importante aún: ¿qué pudo asustar a Ferrer hasta el extremo de querer matarse después de las cosas que había visto y con las que aprendió a vivir durante casi veinte años? La respuesta aguardaba no muy lejos, en el parterre al que daban los ventanucos del sótano, exhibiéndose sin vergüenza; el azar que premia al fisgón, de nuevo, jugó en mi contra. Ahora lo entendía todo, y por eso ahora no duermo. Justo allí, emergido de simas primordiales y vedadas donde la historia del mundo no se escribe por hombres ni para hombres, el azul de los fétidos líquenes había estrangulado a las rosas.

miércoles, 21 de agosto de 2013

El libro del monje Kan

El monje Kan era un renunciante famoso por sus enseñanzas sobre los caminos de la virtud y por una inexplicable habilidad para atraer la lluvia. Campesinos y rajás perseguían su consejo y se igualaban en pobreza al ofrecerle tributos inútiles. Un día, tras muchos años de retiro en los que sólo existió para el hambre y los insectos, el monje Kan regresó al Monasterio de Sung. Le vieron llegar con la piel agrietada por la humedad, la barba anudada al cuello y una expresión que revelaba la firme voluntad de cumplir un importante propósito.

Quería escribir un libro.

No se trataba de una falsa revelación o de un vanidoso espejo de letras: el suyo sería un libro definitivo, uno cuya lectura fuese capaz de vindicar para siempre las verdades del universo y absolver al hombre de la duda.       

Durante tres mil noches de insomnio le había dado forma en su mente, viéndolo a menudo como una pirámide repleta de ojos, o como un solitario cebú arando un inmenso campo de esmeraldas, o como un noray que retenía cien barcos, y supo desde el principio que necesitaría más de una vida para poder llevarlo a término.

Los Jueces Celestiales examinaron la causa del monje Kan. Después de muchas deliberaciones y alguna controversia –había quienes juzgaban imposible el proyecto, y por tanto frívola su pretensión; otros, en cambio, temían que su éxito los borrase de la Eternidad– encontraron que su deseo era puro y dictaminaron que su espíritu no abandonaría la tierra hasta que la última palabra hubiera sido escrita.

Un sueño en que el desierto amanecía florecido de nieve le comunicó la decisión adoptada. Al día siguiente, se despidió de los demás monjes de Sung y empezó a trabajar.

El proceso fue arduo, pero todo lo había previsto en su ascesis y redactaba sereno, embargado por una lenta felicidad. El libro avanzaba como una duna, empujado pacientemente por leves manos sucesivas pero inspirado por la misma incesante conciencia.

Vidas enteras las consumió valorando la oportunidad de una frase, sin llegar a decidirse; en otras, sólo desplazó una coma o alteró un adjetivo; otras, quemó el trabajo de siglos y recomenzó. Todo esto sucedía con frecuencia periódica.

Cada vez que renacía, el monje Kan tomaba el sendero que llevaba al Monasterio de Sung y recuperaba el manuscrito. Sus hermanos lo custodiaban tras una puerta de oro cuya intrincada cerradura nadie más sabía abrir. Escribía infatigable durante ocho o diez lustros en su celda, sin despegar los labios. Cuando intuía las uñas de la muerte, entregaba las páginas logradas a un novicio, rezaba durante un día con la frente pegada al suelo, se adentraba en la espesura y buscaba el consuelo de los tigres.

Llegó finalmente el momento en que el monje Kan releyó las últimas palabras y no sintió la necesidad de añadir más. Esperó a la noche y llevó las hojas finales a la cámara que se hundía profunda en la roca, dejando entornada la puerta de oro. Agotado por el esfuerzo de una labor que se había prolongado mil existencias terrenales, el monje Kan se despojó del cuerpo, abandonó el Ciclo y retornó a la Unidad.

El superior de Sung, al no hallar en ningún rincón del monasterio al venerable hermano, comprendió que el tiempo de su misión se había cumplido, y que ahora otro empezaba a contar para él y los suyos. Dio instrucciones para reunir todas las páginas del libro en el patio central, de modo que pudiesen ser ordenadas para su encuadernación. Aunque los brazos de un muchacho bastaban para transportar la producción de una de las vidas del monje Kan, hicieron falta diecinueve elefantes durante diecinueve días para vaciar la cámara. El patio no tardó en colmarse de hojas oscuras, y luego el resto del edificio, y luego la llanura que lo sostenía. Fue preciso convocar al ejército para que defendiese los confines de la obra frente a saqueadores y bestias.

Puestas en fila las páginas, el libro del monje Kan podía ceñir tres veces la frontera del reino; en el laberinto que tramaba la mampostería de volúmenes desnudos, un soldado se aventuró una noche y anduvo perdido hasta el amanecer.

Al asombro por la extensión pronto le siguió el desaliento por la complejidad. El texto no sólo se mostraba, en su mayor parte, inasequible al escolio, sino que el idioma en que estaba escrito era tan arcaico que la lectura acababa convirtiéndose en un ritual de arúspices; descifrar una simple idea requería meses de minucioso estudio.

Contra la opinión de sus pares –más dispuestos a preservar los legajos como una reliquia insólita–, un erudito de la capital sugirió llevar a cabo una traducción. El superior de Sung estimó que la propuesta se adecuaba a los intereses del monje Kan, de modo que hizo llamar a los expertos más reputados del país para confiarles la destilación de los infinitos misterios del libro.

Los preparativos de la gran tarea fueron comparables a la construcción de un palacio. En torno a la gigantesca estructura de papel y por encima de ella, se levantó un elaborado sistema de andamios que permitía llegar a cualquier página. Centenares de académicos y amanuenses lo recorrían día y noche, yendo y viniendo de un capítulo a otro, cruzando millas de extraordinario hermetismo o internándose, en alguna ocasión, en grutas farragosas para alcanzar los cimientos de un párrafo clave.

La exigencia de atender las necesidades de estos albañiles de la palabra permitió un próspero comercio. El trasiego de mercancías era constante: odres de vino, de aceite y de tinta, libras de carne salada y resmas de lino blanco, toda clase de utensilios de cocina y péndolas de oca se despachaban a lo largo y ancho del libro, al que los lugareños empezaron a referirse como la Ciudad Escrita.

Sin embargo, aunque no dejaba de aumentar el número de trabajadores, el celo por obtener una traducción lo más fiel posible amenazaba con provocar un documento tan desmesurado como el original, que de idéntica forma se dilatara durante siglos de ansia y sacrificio, desbordando la provincia y adentrándose en el mar en recios espigones de conocimiento. Y así fue. Las muchas vidas de los muchos hombres se sucedieron sin repetición en pos de la correcta inteligencia de unas pocas líneas; familias enteras perseveraron en la interpretación de un mismo pasaje, cuyo significado variaba de padres a hijos, sin que ninguna generación pareciese darse nunca por satisfecha. En su delirio, un sabio moribundo señaló demonios invisibles que aullaban sobre una columna de pliegos, acusándoles de haber engendrado una literatura que desangraba el alma.

Hubo quien quiso creerle y huir, pero nadie dejó de copiar, de desentrañar. El vasto relato era el horizonte de todo destino.

Se insinuaba un invierno remoto –la primera nevada había aclarado los bastiones del norte– cuando las academias de dragomanes anunciaron la conclusión de las faenas y presentaron al reciente superior de Sung los nueve mil novecientos noventa y nueve tomos que componían la traducción completa del libro del monje Kan.

Los festejos fueron proverbiales, generosos en danza, juego y desfiles. Pero a pesar del entusiasmo que motivó la noticia, bastó con abrir un ejemplar al azar para que cundiera el silencio. El estilo, fruto del insano afán por la exactitud, lastrado por la suma de pesados ayeres, seguía siendo tan enrevesado, y la filosofía tan impenetrable, que ni siquiera los propios autores acertaron a entender nada de lo que habían transcrito. 

Si, como afirman los piadosos, el sarcasmo es emanación de la Providencia, la repentina duplicación de aquel secreto secular fue el testimonio más terrible de su poder.    

Incluso en lo más hondo del desconcierto, la solución resplandecía con la audacia de la evidencia. Se acordó sin ceremonia. No quedaba otro remedio que hacer una traducción de la traducción.

Las actividades se retomaron con la urgencia y el aliento de quien planea una venganza. Antes de cuatro centurias, el nuevo superior de Sung tuvo en sus manos una segunda versión, esta vez de nueve mil novecientos noventa y ocho bellísimos códices azafranados, igualmente ilegible. La tercera, tan ineficaz como las anteriores, contaba con nueve mil novecientos noventa y siete. A ésta le siguió otra, y luego otra, y otra más. Cada traducción implicaba nuevas traducciones, más simples, más depuradas, menos extensas; se rindió culto a la sobriedad. 

La última edición consistía en una única página en blanco.

Un inmortal extranjero que la escudriñó durante muchas horas aseguró reconocer en ella la caligrafía rotunda del monje Kan. Su sonrisa fue la Llave.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Indulgencia plenaria

Ybarra se despertó de golpe al cambiar de postura, como si se hubiera clavado en la espalda los añicos de un sueño trepidante. El mismo de siempre. Palpó las sábanas. Ni rastro. De nada. De nadie. Como siempre, recalcó, desde hacía ya no sabía cuánto. Mucho, eso desde luego. Probablemente demasiado. Había preferido no echar cuentas. Inspiró. El aire alquilado del piso le asestó una puñalada de incienso con intenciones de alpechín en la fosa nasal izquierda. Una mojada limpia, bien calculada, de esas que se han ensayado en sótanos sin espejo y que se guardan para el momento justo. Suspiró, rascándose la sien tensa. Se levantó y fue a la cocina, a por un café que planeó enfriar al borde de la cama. El colchón era algodón templado, una balsa de muelles. Contempló el humo un instante, enrollándolo a soplidos, hasta que le entró el pánico y se abalanzó sobre la taza. Apretó los párpados para aislarse de un público invisible, maldiciendo en silencio, tranquilamente. Se había abrasado la lengua y pelado la garganta, pero seguía vivo. Había apagado el incendio de un solo trago, sin dejarse una chispa. Otro.

Abrió los ojos y vio el móvil posado sobre la mesita de noche como una mosca a punto de echar a volar. Lo miró fuerte, sacándole el sabor a los colores, concentrado en el pulso que le palpitaba en las encías. Tenía que contárselo. Tenía que contárselo o no podría dormir nunca más (ojalá). Necesitaba recrearlo en voz alta, para convencerse o explicárselo, o para darse cuenta por fin de que era una completa estupidez. Pero entonces la escuchó. Escuchó la advertencia, la de siempre, trazadora, cargada de metralla. La escuchó jurándole que esta vez llamaría a la policía, que no se le ocurriera intentarlo, que ya estaba harta de que la acosase y que no lo iba a consentir por más tiempo. Ybarra eructó con fastidio. Putos cardenales, murmuró. La culpa no es mía, sino de esos putos cardenales. Si no fuera por ellos, ella estaría aquí, no se habría marchado. Estrelló la taza vacía contra el cabecero, sin cólera, casi con educación. Sensato. Quería ver algo roto sobre la almohada.

La pesadilla venía atosigándole los últimos tres años. En realidad no era una pesadilla sino más bien un sueño absurdo, desquiciado, que pese a lo ridículo de su planteamiento no lograba quitarse de encima, como si muy en el fondo lo disfrutara y no quisiera librarse de él. Empezaba siempre de la misma forma. Se despertaba al mediodía tras una noche de retortijones, iba al baño descalzo y cuando entraba al salón lo encontraba invadido de cardenales. Decenas de cardenales, tantos como permitían los pocos metros cuadrados de la casa. Cardenales gordos, viejos, astrosos, frente a él pero también ahora a su espalda, haciendo cola sin orden, agotando el oxígeno y chocando entre sí, gimiendo y babeándose como un patético circo de payasos lobotomizados. No habían salido de ninguna parte (al menos de ninguna parte lógica) pero lo llenaban todo, como un gas que presionaba las paredes y descolgaba los cuadros. Ybarra trataba como buenamente podía de contener el flujo, ya que renunciaba a una respuesta. Era inútil. Aquella marea grana se vertía desde el interior, era orgánica. El pasillo menstruaba cardenales, los emitía en ondas bamboleantes hacia los huecos de las habitaciones, a ocupar hasta el último resquicio de reposo. Sin más que hacer, solía reír. 

Al cabo de las primeras semanas se dedicó a observar y reconoció ciertas pautas de conducta. Descubrió que se organizaban en dicasterios enfermizos dependiendo de la zona y tomaban decisiones que luego no llevaban a la práctica, pero que discutían largamente. Y que les fascinaba además revolver los cajones, volcar la ropa, lanzarla como si fuese confeti, aplaudiendo y pateando el suelo, escandalizando a los vecinos que ya ni protestaban.

Asimismo comprobó que, aunque el tema principal del sueño se repetía noche tras noche, en cada una de ellas aparecían variaciones curiosas que las convertían en experiencias únicas. Por ejemplo, podía ocurrir que se oficiase una misa frente al televisor de plasma y que en el ofertorio, en lugar de hostia, se elevase un DVD. También que un guardia suizo desafiara la monocromía y le impidiera con su alabarda salir a la calle. O que un turiferario sahumase los muebles de la cocina hasta tal punto que Ybarra tenía que abrirse paso a empujones para encender la campana extractora y salvarlos a todos de perecer asfixiados. 

Le intimidaba aquella niebla. En cualquier estremecimiento de vapor veía su preludio.

Sea como fuere, a la mañana siguiente, con la casa ancha, siempre había algo nuevo que contar. Y sólo una persona con quien compartirlo. Son muchos, muchísimos, mi amor, y son tontísimos, muy tontos, de verdad. Se dan golpes con la barriga, están como ballenas, ¿sabes?, y lo tocan todo, y todo lo dejan perdido, y murmuran en latín, yo creo que son insultos, o algo peor, quizás, y van de rojo, de la cabeza a los pies, enteros de rojoDe púrpura, corregía Verónica. El color de los cardenales es el púrpura, el púrpura de los príncipes, no el rojo. Como el pendón de Castilla, que no es morado sino púrpura.

Verónica era culta a zancadas, a mordiscos. Ybarra sabía perfectamente que ella lo quería también así, a mordiscos, pero eso le bastaba. Aunque él la devorase entera y sin masticar, quemándose la boca. La recordaba sin esfuerzo, sin costumbre. Era una chica especial. O especialista. Se quejaba constantemente. De que él fuese incapaz de describir las cosas simplemente enumerando sus cualidades, sin recurrir a comparaciones cursis. De que no tirase a la basura los cartones de leche vacíos y los fuese acumulando en las baldas de la nevera. De que comentase la película cuando a ella no se le ocurría ningún comentario. Pero era una chica cálida y bonita en la que Ybarra encontraba, sin proponérselo, argumentos de sobra para contrarrestar sus eventuales reproches. 

Le hacía feliz su previsibilidad. Le embriagaban sus vicios. 

Verónica tenía la manía de acostarse con él sin quitarse la camiseta. La tela hipnótica se le pegaba al cuerpo en ventosas de sudor. Le encogía, la encogía, se arrugaba en acordeón hasta hacerla parecer una serpiente mudando la piel. Tampoco le gustaba dormir con pantalones. Él celebraba su método de descanso. Abría los ojos de madrugada, o acaso no llegaba a cerrarlos, para estudiarle el escorzo de las piernas infinitas, y leerle el poema triste del culo interrumpido por la cesura del tanga, versos de carne que en la oscuridad de la habitación relucían como dos clamorosas aceitunas negras. Más arriba, la cabeza se le vaciaba sobre la almohada en lentos entorchados de pelo que Ybarra tentaba con la lengua, chupaba y escupía como huesecillos. 

Pero el espectáculo alcanzaba el cénit de su gloria al amanecer, cuando el sol enhebraba las rendijas del estor y la rebanaba despacio, imprimiéndola en el colchón con la tipografía de la mañana, nimbando su horizonte salado con una aureola de ángeles oblicuos, envolviéndola en un celofán de luz para regalarla al mundo. Ybarra la contemplaba con un dedo puesto sobre el botón del despertador, repasando el contorno como si hurgase en la ingle del tiempo.

Luego, repentinamente, la tendencia del amor zozobraba y daba paso a la alergia, a un conato de xenofobia. Fantaseaba Ybarra, sin explicárselo tampoco (menos obsesivo, eso sí), con la idea de que Verónica se arrancaba el rostro de cuajo antes de irse a la cama y que uno distinto se le remendaba durante el sueño. Porque por un momento, cuando ambos despertaban, él no la reconocía. Y estaba seguro de que ella, por segundos de diferencia, tampoco. No advertía el matiz con precisión, pero estaba claro que era otra. Una intrusa. Un onírico polizón. Un residuo.

Mientras se arreglaban para el trabajo, Ybarra se esmeraba en un piropo tranquilizador al que ella correspondía habitualmente con una sonrisa clara, a veces con una carcajada neutra. Charlaban un rato en el comedor. Desayunaban (nunca café; tostadas sí), ponían la radio y entonces él sentía a las termitas católicas en acción, minando memoria arriba hasta usurpar el ahora. De improviso, pronunciaba una palabra que a mitad del vuelo tomaba la forma de un solideo o una casulla, o se anudaba como un cíngulo alrededor de su cuello. Verónica apretaba los pulgares, se daba la vuelta, completamente vestida, y ya no se hablaban hasta el día siguiente. 

Ybarra se acuchillaba la sien con las uñas. Los cardenales no cesaban de incurrir en desvaríos nocturnos excepcionales, insólitos, y él recibía con nitidez la orden apremiante de trasladárselos íntegros a Verónica. 

Así lo quería, lo requería, todas las semanas, cada vez con mayor frecuencia para, de algún modo, afianzar su cordura. 

Pero la paciencia de ella hacía vistosas acrobacias sobre el cantil del empacho, y acabó por perder el equilibrio antes de que sus discusiones pasaran de moda. 

Un día le contó Ybarra, a ella o al pie de la lamparita, era imposible saberlo, que los cardenales, reunidos en cónclave sumarísimo, habían decretado su muerte, por herejía, no te lo pierdas Vero: por herejía, así, como suena, y que la sentencia debía ejecutarse, a lo más tardar, en un mes. Lo contó entre risas, como solía hacerlo, aplanando la gracia para que durase más en el aire. Verónica no dijo nada esta vez. En su gesto había una pausa movediza, semejante a la de una mecha que el viento apaga justo antes de la explosión. Él creyó que ella por fin se acomodaba a sus relatos, que empezaban a gustarle, que más adelante incluso pudiera pedirle que repitiese algún pasaje especialmente cómico. Pero la actitud de Verónica se mantuvo así, en suspenso, sin cambios. Estaba distante, remota. Paseaba por la casa como si estuviese perdida, como un fantasma amnésico. Fue perdiendo sus hábitos, llenándose de virtudes transparentes, livianas. Hasta consentía en sacarse la camiseta por las noches para enseñar dos senos asperjados de pecas, donde Ybarra intuía siempre una amenaza escrita en braille, o un versículo de la Biblia, o su propia cara, punto a punto. 

Más tarde, en una de muchas resacas, comprendió que Verónica no estaba sino preparando su fuga, (mal)acostumbrándolo a su ausencia para que, llegada la hora, tardase en reaccionar.

El último día ella le miró y le habló, con esa mirada y ese tono de voz que tienen las mujeres cuando han decidido que a un hombre le pasa algo, y miran y hablan hasta que ese algo termina por suceder y sólo queda entonces darles la razón y pedir disculpas. Tuvo que esforzarse Ybarra, sin embargo, para que aquello que los ojos y los labios de Verónica le exigían desde el otro lado de la cama aconteciera. No supo nunca si tuvo éxito. Ni siquiera recordaría la conversación ni las formas que se urdían frente a las gafas mientras poco a poco dejaban de verse. La única certeza es que durmió, bailó entre los cardenales, despertó y ella ya no estaba. Se la había tragado la misma fuerza misteriosa que los borraba con ácido para la vigilia. Ybarra buscó como un loco por todo el piso la nota de despedida que se negaba a aceptar que ella se hubiese negado a escribirle. Casi estuvo a punto de suplicarle a la curia que le echara una mano. Eminencia, por favor, deje en paz mis calzoncillos y ayúdeme a encontrarla. Acabó desistiendo. Reparó en que no se había llevado las maletas. Su ropa planchada aún hacía eco en el armario. Bramó, sin ánimos para embestir. 

Por alguna razón tuvo la certeza de que no debía llamarla, de que cualquier intento de comunicarse con ella hubiera resultado tan impertinente como haberle preguntado si en efecto se había ido de casa o si estaba escondida en un altillo. No obstante imaginó la nueva voz de Verónica alcanzándole dispersa y sin peso, granulada por el tamiz de la distancia, un polen sonoro estéril, apenas descifrable. Los putos cardenales, masculló Ybarra. Han sido ellos, ellos la han echado, la han excomulgado de esta Iglesia maldita, la han exorcizado, humillado, vencido. Para que no regrese. Para que me abandone. Y lloró. Y rezó. Y volvió a llorar.

El espejito redondo de la cómoda parecía un ojo de buey abierto en su vejez, empañado de cataratas. Desde el lado hermético, Ybarra se asomaba furtivo, con pupilas atentas de azulejo recién fregado. Lo rodeaban reflejos de otros hombres que apenas le sonaban. Sonrientes en un restaurante, o en la nieve, o en la orilla de la playa. Todos con Verónica. Afortunados. 

Pasó dos navidades atragantándose con polvorones de angustia por creerse lo que decían los anuncios. Nadie llamó a la puerta. Sólo los cardenales, con zambombas y gorros de Papá Noel. Casi se divertía. La echaba de menos tanto que acababa por permitirse pensar en cualquier otra cosa. 

Al final se decidió a llamarla. O se lo impusieron, pero le dio igual y marcó el número. Como acordó, no hizo preguntas. Para su sorpresa Verónica no colgó. Ybarra tomó aliento, se arrepintió, se lanzó. Déjame hablar contigo sólo un minuto, tengo algo muy importante que contarte. Y contó lo mismo de siempre. La respuesta (los insultos, el rencor, el llanto) se volvió una nana. Ironía cruel. La voz de Verónica era el embudo que rellenaba de monstruos el sueño de Ybarra, y la espita por la que ella se iba vaciando de su vida. 

Quiso vengarse, quiso dejarlos desnudos, quiso matarlos a insomnio, pero parpadeaba y estaban allí. Los odió (recordó que los odiaba) por habérsela bebido. Y la odió a ella (descubrió que la odiaba) por provocarlos y huir, por dejarle solo, a merced de sus sotanas, y se odió a sí mismo por odiarla,  y dio vueltas y vueltas hasta que el bumerán de odio volvió y tuvo los reflejos suficientes para esquivarlo antes de que le atizase en la frente. Hasta aquí, declaró, con un acento que tendía sobre las palabras alambre de espino.

Se cortó en un dedo al sacudir la funda de la almohada para retirar los fragmentos de loza. Miró el punto de sangre. Miró la semilla de sangre. Miró la hebra de sangre. La flecha. Apuntaba a la mesita. El teléfono seguía allí. La advertencia también. Y su promesa. Se encogió de hombros. La quiero, se rindió. Tecleó con el pulgar y acercó la oreja. Un tono. El resplandor áspero de las farolas de la calle se coagulaba sobre el papel de las paredes. Dos tonos. Un calcetín cruzaba la alfombra, de puntillas, clausurando la noche. Tres tonos. Nada. A pocos metros de allí, en el baño, el móvil de Verónica tiritaba sobre un charco púrpura. Saltó el contestador. Confesó durante más de una hora, comulgó saliva y obtuvo la absolución. Indulgencia plenaria. Las encías le iban a reventar.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Gen dominante

Un hombre tiene un hijo (deseado) con su muñeca hinchable. Un hombre natural de Catoira, provincia de Pontevedra, 3489 vecinos. El bebé es negro. 

¿Qué significa esto?, pregunta furioso a la madre, con una aguja de punto (cargada) en la mano. Es una cuestión de genética elemental, mi amor, responde ella con indiferencia neumática. Mi abuelo era una Zodiac.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Escribir bien

Escribir es extirpar del cerebro un tumor caliente, picante y resbaladizo, que es la idea original. Hacerlo bien significa intervenir practicando el menor número posible de incisiones, que son las palabras justas y no otras. 

Si no se opera a tiempo, o si no se elimina de una vez todo el tejido afectado –o peor aún: se daña parte del sano, por barroquismo o simple temeridad, dejándolo inútil para la imaginación–, existe el riesgo de que la idea se malogre y la corrupción se propague.

La metástasis de la escritura frustrada es una suerte de gangrena de la voluntad, que entibia y revoca, en último caso, el deseo de decir. La sensación, cuentan, es comparable a ese trocito de estornudo que no acaba de soltarse cuando uno se ve sorprendido por la urgencia en medio de mucha gente y no quiere armar jaleo, y que se queda dentro, a medio camino entre la garganta y la nariz, casi sólido, aferrándose a la pared blanda con pinzas de bogavante. Obstinado, como un remordimiento que se encona, se pudre y revienta, y del que fluye luego una pus-calostro, aprovechable únicamente como tóner para imprimir disculpas.

El cáncer, entonces, con rapidez devendrá para el escritor en aullido salvaje, insomne, enmarañado, al que no podrá –ni querrá–, empero, dejar de prestar toda su atención. Agotará cuadernos y presente en el ensayo de groseras partituras, intentando, siempre en clave de sol, alisar la greña. Sin conseguirlo.

A partir de este momento está condenado; no hay quimioterapia que valga.

Sentirá el gorgorito subir y subir, hasta el gallo histérico, y luego retorcerse, estrujándose como una esponja sedienta de sí misma, que se rompe derramando un desierto de símbolos, un crucigrama arborescente que cizañea los surcos rosas, desplegándose sin prisa, recreándose en cada curva del arabesco con meticulosa vanidad, como una rosa de Jericó desperezándose en un cuenco de vino tinto, sin contar nada, sin callar nada: repitiéndose en un fractal de letras celulares, un arduo mandala vedado al malabarismo de los caleidoscopios, tan imposible como un mosaico de aceite.

Después tendrá fiebre y morirá. O, si resiste, escribirá algo como esto.

lunes, 5 de noviembre de 2012

El (otro) dinosaurio

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Augusto Monterroso


Cuando despertó al día siguiente, harto de que lo leyeran hasta el tuétano de los huesos, el dinosaurio de Monterroso (un diplodocus longus) juró que se iría de allí y nunca más regresaría. Se alzó triunfante sobre el escueto relato que protagonizaba y rugió. El eco de la protesta pudo oírse a varias páginas de distancia, reclamando para sí el espacio literario que por derecho y por volumen le correspondía. Pero alguien cerró el libro de pronto, como un meteorito, y el dinosaurio se extinguió.

jueves, 25 de octubre de 2012

K&P's Prague tattoo con dos fotografías perdidas

Desnuda ante el espejo del baño, sosteniéndose un pecho, con el agua de la ducha salpicando la mampara semitransparente, Elisa recordó el invierno en que viajó a Praga.

Lo primero que pensó, dejando caer las maletas en la cama del albergue para estudiantes, después de un vuelo de más de siete horas con escala en Berlín, fue que determinados lugares en el mundo contagiaban una incómoda sensación de elasticidad. Sensación que nada tenía que ver con la distancia ni con el tiempo, y que se intensificaba especialmente en ciudades muy turísticas, como era el caso. Lo segundo que pensó fue en una anguila hecha de chicle buceando entre peines de coral, troceándose en miles de gusanillos rosas que dibujaban espirales en el agua. Llevaba mucho sin masticar chicle. Nunca encontraba el momento.

No fue consciente, hasta que la vio, de cuándo había dejado de estar de camino a Praga para, simplemente, estar en Praga. Era esa elasticidad, esa inercia torpona del avión que aún la empujaba, esa indefinición en el paso la que conseguía ponerla nerviosa. Recordó un poema en el que Quevedo hablaba a un peregrino sobre una Roma sin Roma. De pronto, sin aún saber por qué, se sintió adúltera.

Había una frontera que cruzar. Eso era obvio. Un límite a partir del cual establecer una referencia que diese contenido a palabras como aquí y allí, que permitiera afirmar sin titubeo: esto es otro sitio. Lo buscó. Lo esperó más bien, como una epifanía, en el centro del Puente de Carlos, en un mirador de Vyšehrad, frente a la tumba de San Juan Nepomuceno, sentada en la terraza interior de U Fleků, tras cinco jarras de cerveza ocre, pero la certeza de no llegar persistía: las calles la extenuaban como cintas transportadoras que debía atravesar a contracorriente, flanqueadas por tiendas de recuerdos falsos. El destino que pretendía resultaba inalcanzable, no porque lo desconociera o fuera imposible de intuir –aunque le hubiera gustado encontrar en el lugar exacto una señal de meta que lo indicase con luces amarillas–, sino porque, de hecho, lo tenía ubicado a la perfección: sólo un poco más lejos. Era como si el sueño acelerado de adolescente enamoradiza, tras años de deseo corrosivo –tal vez, pensó, había agotado la ciudad de tanto desearla, y lo que quedaba no era más que el holograma kitsch de la memoria colectiva, sin dimensiones reales, sin magia–, se ralentizara justo ahora, casi a punto de cumplirse, como los últimos bytes de una película eternizando la descarga en una mala conexión, alimentando el temor de que, al final, la espera no haya merecido la pena. Esa frontera huidiza forzaba una pregunta no menos espeluznante: ¿dónde estaba Praga? O más inquietante: ¿qué era Praga? 

Por lo que a ella se refería, hasta el momento, la Praga que poco a poco se dejaba habitar no era más que una prolongación de su barrio, de la misma forma que su maleta era una prolongación de su piso. No tenía que esforzarse para reconocer, en cualquier rostro, la sonrisa partida del portero de su bloque, o la nariz esbelta del panadero de la esquina; una heladería frente al reloj astronómico seguía siendo su heladería de siempre, con las mismas mesas, la misma carta y las mismas nubes a la tarde; el chocolate, la cucharilla, le sabían igual. El espejismo que yo llamo Praga, pensó Elisa, desborda la Praga auténtica, la hincha, como si la suela de mis botas provocara en ella una reacción alérgica, una inflamación del paisaje cotidiano, y entre tanta deformidad ya sólo pudiera distinguirse el chubasquero finito de piedra y cristal, ceñido por el Moldava, que esconde un cadáver tan hueco como el esqueleto de un pájaro.

Aun así, le divirtió la manera en que la capital de Bohemia jugaba al pollito inglés, desesperada por llamar la atención, compinchándose con los tranvías y los mendigos, estrellándole risas en la nuca y congelándose en una postal típica cuando ella se daba la vuelta inesperadamente. Lo repitió a menudo durante su primera semana en la ciudad. Una de esas veces, al girarse, se topó con la casita número 22 del Callejón de Oro, en el Castillo, la de fachada cyan, puerta y ventanitas verdes, con los números pintados en gris claro como si fuesen dos zetas traviesas. Franz Kafka había vivido y escrito allí entre 1916 y 1917. Ahora era un diminuto despacho de souvenirs, una librería mínima. El recuerdo de aquel zulo arcoíris –no lo decían así los guías, aunque el dato es verídico–, por irónico contraste, le inspiraría años después la segunda de sus tres novelas inacabadas: Das Schloß. Elisa la conocía de memoria. Podía recitar párrafos enteros con la facilidad que otros separan las claras de las yemas o desabrochan un sujetador en la oscuridad. A su alemán le faltaba un punto de confianza en la relajación de las erres para sonar como en los viejos cilindros de fonógrafo, que le encantaban, pero oyéndola, pronunciando con la convicción que sin duda el checo no tuvo jamás al escribir, uno podía creer que aquellas palabras eran suyas por legítimo derecho de conquista.

Se acercó al edificio. Pegó la frente y los guantes a la ventanita. Frente a un ejemplar de Der Golem, de Meyrink, que se materializaba lentamente a través del cristal empañado, acaso por mediación de la Cábala, obtuvo su revelación.

[Fotografía nº 1. Encontrada por un barrendero en Praga, República Checa. Tamaño: 8,9 x 12,7. Color, brillo. Descripción: una mujer de veintiséis años, morena, abrazada a un hombre de veintinueve, castaño, bajo una sombrilla de Coca-Cola en la playa de El Ejido, Almería, España. Al fondo, el mar en calma, con algunos barcos cerca del horizonte. Sobre la toalla, unas piedras blancas y redondas, una botella de agua mineral y un estuche de gafas de sol abierto, sin gafas de sol. La mujer sonríe.]

El plan requeriría de uno o dos días de preparativos como máximo, dependiendo de lo rápido que fuese capaz de leer. Lo dispuso todo en cuestión de minutos, mientras cenaba. Se encerraría en la habitación del albergue y abriría sobre el colchón –esto no era capricho: el colchón era prácticamente la única superficie lisa del cuarto; las paredes estaban cubiertas con un espantoso papel estampado con amapolas, y era necesario que nada la distrajera– el gastado volumen con las obras completas de Kafka, regalo de su abuelo, que se había acordado de echar a la maleta en el último segundo, antes de cerrarla y salir para el aeropuerto –la maleta era también, pensó, una prolongación de su infancia–, sacaría las gafas de cerca, que casi nunca se ponía, decía que no le quedaban bien, que le molestaban, y diseccionaría a la luz del flexo, página tras página, atenta, el puzle de la ciudad que, ahora lo sabía, estaba desperdigado entre las obsesiones del autor, oculto bajo el oblicuo telón de las sombras de los ficheros vacíos, cuyas piezas corrían histéricas sobre el papel como insectos blandos de muchas patas. Las iría recopilando, secando y uniendo en un plano con el que saldría luego a la calle, a los colores y a las formas, a buscar Praga en Praga como quien busca el último manantial de la tierra, capítulo primero de Das Schloß en mano por horquilla de zahorí. Si existe, si no es una alucinación, o si es una alucinación duradera, tiene que estar aquí, en él.

Acabó de cenar y se acostó. La mañana siguiente empezó el libro. Bastaron doce horas y eran las doce. La supo cercana e inquieta: una novia americana en la baranda del porche, antes del baile. Rellenó el abrigo y se arrojó a sus brazos.

Fue prodigioso. Estaba allí, ante sus ojos, subrayada con fluorescente: inevitable. En el rizo de humo de un tubo de escape, Praga. En un zigurat momentáneo de hojas en el suelo, Praga. En el reverso de cada billete de un dólar que una mano restregaba bajo una ventanilla de metacrilato, invariablemente Praga. Funcionó. Con la precisión de un marcapasos y con el mismo propósito. Cada palabra era intercambiable por un latido, y cada latido por una coordenada; cada línea de texto era una referencia concreta, una tienda de marionetas, o un cine, o un bache en la calzada, o un parque con columpios. Todo estaba descrito. Kafka se había arrancado la careta y sonreía. Ya no era literatura. Era, había sido siempre, travestido, la chaira con que afilar el jamonero que despellejaba el alma de la ciudad. Un atlas profundo, subcutáneo, de la Praga que sólo sostenía el peso de las hormigas y los edificios, donde no había banderitas ni silbatos y los extranjeros sólo se admitían tras un riguroso examen. Esa aduana de la realidad apócrifa era la que se dispuso a cruzar, y estaba segura de que no pitaría al pasar por el arco.

No pudo dejar de recordar a Joyce, y sintió con plena consciencia la culpa de la infidelidad. Si Dublín desapareciese mañana, había dicho, sería posible reconstruirla a partir del Ulises. La idea de que un libro pudiese resumir, y hasta sustituir una ciudad, desalojándola de sus cimientos para ponerla a salvo en un plano inmarcesible, la hizo estremecer. Ahora tenía la prueba. Si Kafka había sabido pespuntear el perfil de Josefov y Malá Strana en sus manuscritos, ¿cuántos lugares protegería en silencio la biblioteca de su salita, en Madrid? ¿Cuántas montañas y valles, cuántos palacios, cuántas cocinas, grifos, manchas de humedad, parabólicas; cuántos sótanos y catedrales se repetirían secretamente entre las dos tapas de una edición medio tragada por las polillas? ¿Cuántos universos cabrían en la loncha digital de un iPad? Sin embargo a ella sólo le importaba Praga, y Praga estaba segura.

Un ácido cosquilleo la tentó a seguir un regato de luz que desembocaba cerca de la estación de Florenc. Se oyó a lo lejos la coda triste de un cacareo metálico. Daban las cuatro. Toda la calle bostezó con una misma boca. Elisa se detuvo y comprobó por última vez el croquis. No había duda: estaba en el sitio correcto. El núcleo más íntimo de aquella galaxia recóndita se desgranaba ante ella, idéntica a como la había imaginado, con todos sus detalles en orden y su música de bienvenida, sólo que en otra parte. Llegué, susurró, y se permitió el lujo de perderse. Entonces lo vio. Llevaba un chaleco confeccionado a partir de un chaqué de boda con las mangas arrancadas, lo que le daba el aspecto de un novio plantado y florecido ante el altar. Estaba fumando sobre la tapa de una alcantarilla, iluminando una farola que le servía de media hamaca. En las manos sostenía un cuaderno amarillo en el que, de cuando en cuando, tras echar la cabeza hacia atrás y exhalar una impaciente bocanada de fantasmas, tachaba lo que acababa de poner. Elisa no lo espió un momento antes de acercarse ni dedicó un rato a estudiar la fisonomía y las costumbres de aquel habitante del envés de Praga. Por eso no reparó en la cresta que le cruzaba la calva de oreja a oreja, como el penacho de un centurión romano, más roja que una lágrima del demonio, hasta que lo tuvo delante. Por eso sólo se dio cuenta al día siguiente de que llevaba tatuado, en el interior del antebrazo derecho, la fórmula de la curva cola de golondrina alrededor de una calavera mellada. Elisa no quiso esperar. Se acercó sin miedo y ambos compartieron la tapa de alcantarilla, como dos náufragos apurando su suerte. ¿Eres escritor?, preguntó ella. Sólo cuando escribo, respondió él.

Václav había nacido en Ládví nueve meses después de mayo de 1968. Su madre odió toda su vida a Kundera, a Sartre y a Ginsberg, por perezosos, aunque idolatraba a Alberto Korda. No es la diana, es el gatillo, decía. Era estudiante de segundo año de conservatorio cuando conoció a su padre, un reportero que coleccionaba lápices mordidos y que caminaba fascinado por el nudo de sus cordones. Excepto en el concurso de su concepción, sus engendradores, como empezó y no dejó de referirse a ellos cuando cumplió los quince, no coincidieron nunca en nada. Lo de escribir le venía de aquella época. Lo de los tatuajes y los piercings vendría poco más tarde, a rebufo de la Perestroika. Durante un tiempo vivió en un bloque abandonado, junto con otros camaradas que se sentían en la obligación de continuar la obra inacabada de la generación que los había precedido. Él hizo su parte: recogió tantos lápices mordidos como pudo, hasta tener el juego completo, y luego se marchó. Desde entonces, salvo por eventuales escapadas al quiosco de Hans, que había estado en el Pointe du Hoc en el 44 y pensaba que los elefantes eran cosa seria, y alguna que otra visita a la ópera –guardaba un traje planchado en el hueco de un callejón, hasta que se dio cuenta de que lo suyo con Tosca no iba a ningún lado–, permanecía allí, apuntalando la farola, tomando apuntes de todo lo que no pasaba. La silueta de Elisa fue lo último que tachó.

¿Duele?, dijo ella. ¿El qué?, dijo Václav. Las dilataciones de los lóbulos, ¿te duelen? Él sonrió, encendiendo otro cigarro. No, para nada. Los tatuajes son peores. No soporto las agujas. Ella le dio un sorbo al café de la madrugada. ¿Y por qué los llevas? Para ensayar, explicó él. Se trata de un experimento. Un experimento publicitario. Václav contó, con algún recelo, creyendo que alguien los escuchaba aunque fuesen los únicos clientes del bar, que muchos años atrás, cuando niño, había realizado un sorprendente descubrimiento mientras ojeaba un recorte de periódico con una fotografía a color de un cuadro de Jackson Pollock. Ritmo de Otoño: Número 30 (1950). Lo vio de pronto y fue como un golpe. Aquello no era expresionismo abstracto. No había accidente. Ni siquiera era pintura. En ese lienzo, con pulcritud matemática, estaba impreso el más delicioso tratado de peluquería ideado jamás por la mente del hombre, éxtasis de tijeras y cepillos, con las instrucciones específicas para acometer el peinado perfecto. Václav contó también que le parecía sumamente injusto que un genio como Pollock hubiese pasado a la historia por una habilidad secundaria, mientras su verdadera contribución al mundo del arte pasaba desapercibida. Por esa razón ensayaba, pinchándose tinta cada veinte meses: había resuelto tatuarse el cuadro y su glosa desde la coronilla a la nuca, a la vista de todos, imposible de ignorar. La suya sería una vindicación pública y gloriosa de un talento heroico, de una belleza axiomática e ineludible: ningún ser humano nacía sin pelo. Yo también quise hacerme un tatuaje cuando era niña, dijo Elisa, dando un sorbo al café de la aurora, y aún lo pienso, no creas, pero si me decidiera alguna vez tengo muy claro lo que me pondría. En mi caso ya no puede ser otra cosa. ¿El qué?, preguntó él. El principio de Das Schloß, de Kafka, hasta el primer punto y aparte. Suspiró. Tienes que hacerlo, no lo dudes, animó Václav, que no lo había leído, pero no te lo escondas en el tobillo, como si estuvieses huyendo de él, ni tampoco te lo cuelgues del hombro, como si fuese una mosca. Sé valiente: háztelo en la teta, en espiral a partir del pezón, como escribía Apollinaire. Se le cayó una mirada en el pliegue suave del jersey de Elisa. Ella la recogió y se la devolvió untada con cayena. Demasiado texto para tan poco papel.

Caminaron de la mano por un filito de la ciudad y él la acompañó hasta la puerta del albergue. Aplastó lo que quedaba del cigarro y sacó un paquete de chicles de nicotina. Hans se los regalaba cada domingo por la tarde, después de prometerle al Niño Jesús que lo dejaba. A veces, él también lo prometía. ¿Quieres uno?, dijo. Saben a fresa. Con los ojos nevados, ella lo troqueló del resto de Praga. Le cabalgaban por los muslos manadas de centauros radiactivos. Sí, creo que es un buen momento.

[Fotografía nº 2. Encontrada por un taxista de la estación de Atocha, Madrid, España. Tamaño: 10,2 x 15,2. Color, brillo. Descripción: un hombre de cuarenta y dos años, sin pelo, tendido en la cama de un hospital en Bratislava, Eslovaquia. Al fondo, a modo de cabecero, un pedazo arrugado de papel estampado con un motivo de amapolas. Sobre la sábana, una gavilla de lápices viejos, un cuaderno amarillo y un libro en alemán. No se ve el título. El hombre sonríe tras la mascarilla de oxígeno.]

Elisa voló de vuelta a casa a las nueve de la noche. No abrió la boca. Puso el pie en Barajas, resbaló y se dio de bruces con un Madrid tallado en granito. Siguió sin abrir la boca. ¿Para qué? Aquella cama, aquel enredo y desenredo, estarían ya consignados para la posteridad en algún rincón de Kafka y Pollock. No hacía falta insistir. Lo demás, confió, estaría en manos de quienes se consagraban a la tarea de registrar la vida en el vano del viento o en porcelanas sintéticas. Ahora era su turno para darles algo con lo que trabajar. Se puso el pijama y durmió. Lo supo todo un año más tarde.

Recordando el invierno en que viajó a Praga, con el agua de la ducha salpicando la mampara semitransparente, sosteniéndose un pecho, desnuda ante el espejo del baño, Elisa decidió que había llegado el día. Con la vista anclada en la orilla de la areola, leyendo en círculos, calculó, como quien mide para un plato de macarrones, que bastaría con aumentarse dos tallas.